Querida mamá zombi,
Sé que hoy te despertaste con el sonido del monitor del bebé, aunque para ser sincera, no necesitas uno. Duermes con tu hijo pegado al pecho, aferrado a la teta como un ancla, y tu otra hija al lado, con una pierna lanzada sobre ti, como si temiera que desaparecieras en mitad de la noche. Es su forma de decir: \»No te vayas, mamá. Quédate aquí\».
El amanecer aún no llega, pero tu mente ya está encendida. Antes de que tus pies toquen el suelo, ya estás resolviendo problemas. ¿Quedará pan para el desayuno? ¿Metí la ropa del uniforme en la lavadora anoche? ¿Cuándo fue la última vez que bebí un café caliente sin interrupciones? Te preguntas si dormiste o si solo cerraste los ojos un rato entre despertares.
La carga mental de una madre es invisible, pero agotadora. La lista de pendientes empieza su desfile mental: pañales, almuerzo, correos, compras, citas médicas, la factura que no puedes olvidar pagar, la cartulina para la manualidad de la escuela que pedían para hoy… y que, por supuesto, no tienes. Todo lo que nadie más recuerda, pero que si se olvida, el mundo se tambalea.
Antes de ser madre, pensabas que entendías el cansancio. Luego, descubriste un agotamiento más profundo, uno que no se mide en bostezos ni en piernas pesadas, sino en pensamientos incesantes. Es el cansancio de anticiparlo todo, de recordar cada detalle, de sostener la casa sin que nadie lo note. De ser el centro de un engranaje que no puede detenerse, porque si tú paras, todo colapsa.
Cuando preparabas el desayuno, tu hija apareció con el uniforme arrugado y una bomba en la mano: \»Mamá, hoy hay que llevar un disfraz a la escuela\». Tu corazón dio un brinco. No recordabas ese aviso. Revisaste la memoria como quien busca un archivo perdido en una computadora saturada. Nada.
Respiraste hondo. Emergencia. Tu mente zumbó como un motor en plena carrera, buscando una solución en fracciones de segundo. Abriste el armario, removiste telas, buscaste entre lo imposible. Finalmente, sacaste una capa roja. \»Serás Caperucita\», dijiste con una sonrisa de falsa seguridad.
Te miraste en el reflejo de la tostadora y ahí estabas: ojeras de guerra, pijama con manchas de la noche anterior y el pelo recogido en un moño de supervivencia. \»Mamá Zombi, pero chic\», murmuraste con una risa cansada. Porque, a pesar de todo, aún estás de pie. Aún lo sostienes todo. Aún mantienes el barco a flote.
La maternidad real es eso: vivir en un vaivén entre luces y sombras, entre certezas y dudas. Amar con una intensidad que quema y, al mismo tiempo, anhelar diez minutos a solas. Darlo todo y, sin embargo, soñar con que alguien te sostenga a ti por un momento.
Por la noche, cuando la casa queda en silencio, te dejas caer en el sofá con una taza de té frío que olvidaste calentar. Miras a tu alrededor: juguetes esparcidos, platos en el fregadero, ropa doblada que nadie guardará si no lo haces tú. La lista de pendientes sigue ahí, esperando el amanecer. Suspiraste. Tal vez nadie ve todo lo que haces, pero tú lo sabes. Y en medio del agotamiento, de la carga invisible, de todo el peso que llevas, siempre serás hogar.
Porque ser madre no es solo cuidar, es cargar. Cargar con el amor, con el miedo, con las pequeñas cosas que sostienen un mundo entero sin que nadie lo note. Pero aquí sigues, con las ojeras bien puestas y el corazón latiendo fuerte.
Aquí, otra mamá zombi que te entiende.
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